Nieve, aquella nieve

Pedro M. García

1/8/20236 min read

Un sinfín de arrugas surcan el rostro amarillento de Emilio, que duerme. Junto al cabecero de la cama, a la espera de sus dedos artríticos, monta guardia un bastón con empuñadura redonda, de azabache. Entre las cortinas de la ventana se cuelan jirones fríos de luz. Unos caen sobre la manta de lana que lo cubre, otros rebotan contra el blanco de la escupidera sin vaciar. El cuarto huele a pis, a ventosidades, a queso azul. Pero eso a Emilio no le importa: de todos los sentidos, solo conserva intacta la vista, y a veces ―pocas, fugaces― la memoria.

Se oye un ruido. Luego otro. Y, entonces, un estruendo.

Emilio se remueve bajo la manta, abre rápido los ojos y piensa: «Nos bombardean. Niña, niña, ya llegaron». Cuando nota que está sin su mujer, que le cuesta incorporarse, que hay un bastón a su lado, ningún perro a los pies de la cama y una dentadura postiza en la mesa de noche, se da cuenta de su error y suspira. Al mirar hacia la ventana repara en el camión de plástico que su nieto Pepete ha dejado tirado por el suelo. Emilio carraspea, se levanta. Apenas siente el frío del azabache del bastón entre sus dedos; tampoco el de las baldosas del piso mientras camina, descalzo y renqueante, hacia el juguete. Lo recoge con cuidado de no caerse, con la misma sonrisa plegada y convexa que le nace cada vez que su nieto le pide que se quite la dentadura.

Una sombra cae más allá de la ventana. Y, de nuevo, se oye un estruendo.

Emilio se acerca a las cortinas y las aparta. Fuera descubre que la entrada de su casa, y la acera, y la calle y los tejados de sus vecinos están cubiertos de varias capas de nieve.

Nieve.

Durante varios segundos Emilio contempla el vecindario blanco, quieto, cubierto de una noche lisa y sin brillo. Lento, como si temiera romperse, suelta el camión y alarga el brazo hasta que la palma de su mano se pega al cristal de la ventana. Mientras, el juguete rebota contra su pie descalzo y rueda por el suelo. Emilio da un paso, dos. Su aliento añade otro blanco a la panorámica que le llega de la calle. Donde hay coches y cubos de basura a rebosar, él ve un tractor y pilas y pilas de heno, las casas se han vuelto un descampado y las farolas árboles —abetos, quizás— ansiosos de que el sol regrese y alguien trepe por ellos. Emilio deja escapar una lágrima: la acera que conduce a su hogar ya no es acera, es un sendero sin vallas que se curva y se pierde en la silueta de una melodía remota, en un rostro oscuro cubierto de pecas claras, cuya sonrisa, cada vez más próxima, parece combinarse con el resplandor nocturno del cielo. Emilio siente en su pecho una calidez que de primeras no reconoce, pero que, al llegarle a los hombros, la espalda, las mejillas, identifica con el aroma de un caldero de estofado, con el crepitar de la primera llama en la chimenea. Por ese calor, acaso, decide salir a la calle.

Quiere volver a sentir ―sentir― aquella nieve.

Con el bastón por delante, abandona su cuarto y baja las escaleras apoyándose en la barandilla. Tan intenso es su deseo, tanta su prisa, que se olvida de encender la luz y de ponerse la dentadura y las chanclas. Cuando gira el picaporte de la puerta descubre que está cerrada con llave. Mira a un lado y a otro como si la llave fuese una luciérnaga esquiva que no se deja capturar. Una mesa redonda y alta, una pequeña cesta de mimbre, un cuadro de la campiña ―su campiña―, otro cochecito de Pepete pasan frente a sus ojos y él sigue sin verla, sin recordar dónde la dejó. Aunque nota que la calidez que le ha invadido el cuerpo mengua, Emilio no se desespera; en su lugar, se muerde el labio inferior, musita Coño y se encamina hacia el garaje.

A tientas, atraviesa el salón; a punto está de tropezar y de caerse en un par de ocasiones. Al mismo tiempo que entra en el garaje ―desde hace años vacío― piensa en los cubos llenos de basura que antes vio a través de la ventana, acusa mentalmente a los basureros de vagos y, también, se recuerda que la nieve, por resbaladiza, puede ser muy traicionera. Emilio se apoya en el interior del marco de la puerta y acciona el interruptor de la luz con la empuñadura esférica del bastón. El bombillo parpadea, pero no enciende. Emilio resopla y dice Oh, coño. Entonces repara en la silla de ruedas eléctrica que en su día necesitó su mujer y que ahora descansa ―porque él se niega a utilizarla― bajo un estante metálico lleno de polvo y herramientas oxidadas. Le echa un vistazo a sus pies descalzos y cubiertos de manchas, piensa en el trineo con el que jugaba de niño, apenas un tablón de madera, dos palos y una soga, y decide que, por una vez que use la silla, no pasará nada. Se acerca a ella rápido, golpeando fuerte el suelo a ritmo de toc, toc, toc. No teme que la silla no arranque: siempre que lo visitan para hablarle de las ventajas de una residencia, sus hijas la cargan, por si acaso. Se sienta con cuidado, la prueba ―funciona―, avanza hasta el interruptor que abre el garaje y lo aprieta con el pulgar.

Recibe al blanco de la calle con una sonrisa pícara de las que le gustan a Pepete. Y sale. Atrás quedan el bastón y la penumbra de la casa.

El aire gélido de la madrugada lo embiste sin clemencia. Si fuera joven, el castañeteo de sus dientes provocaría pesadillas a los niños asustadizos del barrio ―o por lo menos al chihuahua endemoniado de la vecina―, pero como tiene más arrugas que pelo, tan solo siente la piel fresca y los labios algo pegajosos. Recorre el porche en círculos, luego en zigzag. El frufrú de las ruedas de la silla contra la nieve hace que sus oídos, poco a poco, revivan. Va de la farola al cubo de basura lleno una, dos, cuatro veces. Vuelve a oír el viento, el vacío manso de la noche, su propia risa. Ya no le importa que aún no hayan pasado a recoger la basura: en su juego no hay lugar para quejas. Emilio respira vaho, un hálito que se transforma por momentos en un tiovivo etéreo, helado. Ríe a carcajada limpia a medida que gira y gira sobre sí mismo ―como en su infancia― sin dejar de acelerar. Busca algo, no sabe el qué. Siente que las mejillas le arden. Busca, quizás, un sonido. Recuerda a Pepete, que siempre pide más y más y más. No, una melodía. Emilio apoya todo su peso en el brazo de la silla donde se encuentra el mando, lo lleva al límite. Grita ¡Coñó!

Y entonces cae.

Boca arriba, con los brazos en cruz y la silla volcada lejos de su alcance, Emilio permanece sin moverse, los ojos cerrados, por un tiempo. La nieve empieza a entumecerle manos y pies. Su pecho sigue cálido; el rojo de sus mejillas quema. El cuerpo ―todo el cuerpo― le duele. Allí tirado sueña su infancia, reconstruye su primera carrera en trineo: sus manos sin arrugas, manchas o guantes sujetas a una soga tirada por otras manos grandes y traslúcidas. Una canción. Olor a heno. Desearía seguir allí, en aquella nieve, hasta el amanecer, pero un copo, y otro, y otro, se posan en su rostro amarillento y lo traen de vuelta.

Emilio contempla un cielo sin estrellas del que llueven infinitos puntos blancos mientras lucha por incorporarse. Tan solo consigue mover el cuello. Da la orden, pero sus brazos, sus piernas, no le obedecen. Respira hondo. Nota pellizcos como brasas por toda su piel. Desea llorar y tampoco puede: a esas horas de la madrugada, si no lo salva un milagro, se congela.

Sacude la cabeza para quitarse la nieve que se le acumula en la cara. Coge aire, grita y apenas le sale un pitido. Aprieta la mandíbula, los labios plegados. Resopla. Siente aguijonazos —abejas, avispas, tábanos— a través de las uñas de pies y manos. Piensa en silbar, pero los labios no se le despegan. Nunca se ha considerado un hombre que se rinda con facilidad, así que Venga, se dice, un último intento. Concentra todo su ser en la cintura, en el abdomen, y se propulsa como si ya no fuera viejo.

Su espalda se eleva unos centímetros de la nieve antes de volver a caer.

Emilio se estremece en un llanto sin lágrimas. Sonríe con mucho esfuerzo. Suspira. No le ha dicho adiós a nadie. O sí, porque a su edad cada despedida es siempre la última. Lo entendió la tarde en que su mujer, de repente, cerró los ojos y se fue. Sacude la cabeza una vez más y nota un olor fétido en la brisa. Es fuerte, como el del heno. Sus ojos se cubren de una bruma sobre la que ―en una retrospectiva inversa de bebés en pañales― se suceden su nieto Pepete, sus hijas y sus hermanos menores. El hedor es ahora más intenso y viene acompañado de un lejano ruido de motor y, poco después, del de un intermitente.

Emilio deja de sentir la quemazón fría de la nieve. Sus sentidos se intensifican y se confunden: ve el cielo nocturno cubierto de estofado, huele a estrellas, experimenta el giro cóncavo del sendero, oye llamas, degusta pecas, su sonrisa, una hoguera y